ER Diario
25/02/2021

Hilda

Compartimos un cuento de Cecilia Soliz.

Antes de que ella abra la puerta para salir de su casa, el perro de su marido llegó corriendo desde el patio y se le abalanzó en un salto que casi la tira al piso.

– ¡Che, qué cosa, mira cómo me dejaste! – gritó furiosa mientras miraba las dos patas caninas estampadas en su vestido celeste pastel de los miércoles de media estación. Muy enojada volvió a su cuarto a cambiarse. Abrió el placard y optó por una falda marrón oscura y la blusa color crudo de los viernes. Se miró al espejo más minutos de lo habitual. Estaba preocupada. Hoy era un día muy importante y ese cambio de último momento le dio una mala espina. Se sorprendió pensando en augurios extraños del destino y se persignó para pedirle perdón a Dios, convencida de que todo sucedía bajo su mirada y divina providencia.

Hilda era menudita de cuerpo, muy flaca. Algunos decían que no comía más que las hostias de la misa. Los años y el odio que tenía por todo lo mundano habían marcado su rostro con arrugas pronunciadas. Se acercó más al espejo y se miró, estirándose la piel de los pómulos hacia las orejas. Por un instante, vio su carita de quinceañera en un baile, el único al que había ido en su vida y recordó a ese muchacho con el que había bailado y sonreído sólo esa noche.

Meses después, se casó con el hijo del almacenero del barrio. El padre de Hilda había decidido  el matrimonio antes de que ella supiera siquiera su nombre. A los días de haberse casado, vió que era de pocos cariños y escasos modales. Lo odiaba desde entonces. Ahora pensaba en la mano del otro muchacho del baile tocando su cintura. Sintió un vértigo que la mareó y le dio placer a la vez. Todo fue en menos de un minuto. Al darse cuenta de sus pensamientos libidinosos, volvió a perseguirse y persignarse.

-Pésame Dios mío me arrepiento de todo corazón por haberos ofendido, pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí- Rezaba agitada mientras caminaba con un tranco acelerado las tres cuadras que la separaban de la Parroquia San Francisco de Borja. Iba todas las mañanas de todos los días, hacía casi 20 años.  Hilda era socia fundadora de la Sección Parroquial de la Liga de Madres de Familia. Se había ganado cierto respeto entre la Diócesis de Paraná, más por el tiempo que llevaba allí que por su participación o influencia real. Era también una especie de secretaria del padre Joaquín, quien la había citado aquella mañana, una hora antes de la reunión de la Liga.

Ella estaba segura de que el asunto era importante y que sin dudas tendría que ver con la delegación de mayores responsabilidades dentro de la parroquia. Había estado allí desde muchísimo antes de la llegada del cura a esta iglesia y siempre fue intachable en su trabajo, sacrificio y entrega. Aunque muy en el fondo sentía que el padre Joaquín la trataba con un sutilísimo desprecio, ella le era fiel y siempre lo ponía primero en la lista de sus plegarias nocturnas. Satán y sus cómplices en la tierra adquirían más y más poder cada día y no podían darse el lujo de andar generando grietas y rispideces en la mismísima casa del señor.

Arrodillada frente al altar, se sumergía en un loop de padrenuestros mientras esperaba la llegada del cura, que ya se estaba demorando. Un Jesús enorme, torturado y crucificado, la miraba con agonía eterna.

 

***

De una puertita pequeña salió Joaquín recién bañado, afeitado, muy prolijo como siempre. Tenía treinta años menos que Hilda, la vida relajada en una parroquia de barrio provinciano le sentaba bien y parecía más joven aún. Sus ojos verde olivo resaltaban en la piel trigueña y cuando, cada tanto, sacaba su guitarra para cantar en alguna misa dominical, dirigía esa mirada hacia las adolescentes del grupo de scouts y guías que se ubicaban siempre adelante.

-Buen día hija, disculpe por favor estos minutos de retraso- dijo tocándole por atrás el hombro para darle un beso en la mejilla. Él, que repartía besos y abrazos sin mezquindad a todo el mundo, jamás tenía alguno para Hilda, a quien sólo le tocaba apenas el hombro o el brazo. Ella creía que era una muestra de verdadero respeto por su persona aunque en realidad nunca dejaba de esperar algún otro gesto de su parte. Hoy era la primera vez en años que la besaba; el corazón le latió muy fuerte y le subió un calor que le dio algo de vida a la palidez casi transparente de su piel.

-Buen día padre- dijo ella con sonrisa inocente. De repente se corrieron unas nubes y el sol entró con más fuerza por los vitrales de la iglesia reflejando colores vivos en los rostros de ambos. Hilda se sintió en paz, como cada mañana, en el único lugar del mundo que creía digno de su presencia y esporádica alegría, de sus desvelos y esfuerzos cotidianos. Vivía para la parroquia y nada más le importaba. Sus dos hijos varones no le hablaban hacía años, desde que ella había insultado a cada una de sus parejas en frustrados almuerzos familiares. Su hija mujer había dejado de ser su esperanza el día en que decidió soltar los hábitos de monja para empezar a estudiar y mudarse con el cajero del supermercado chino del barrio. Su marido había perdido el almacén de su padre en la crisis del 2001 y era ahora taxista. No se veían más que unos minutos en la cena y los domingos por la tarde. Tomaban mate en el patio sin hablarse y ella escuchaba las campanas de la iglesia, muriendo de ganas por ir a la misa de nuevo en horario vespertino.

-Hija, le he pedido que venga para darle una buena noticia.

-Sí, padre- dijo emocionada -Ya sabe que estoy a total disposición suya y de las misiones que el señor me encomiende.

-Hilda…- la miró con ese velo de leve impaciencia que siempre le mostraba y le hizo señas para tomar asiento en uno de los bancos. -Hemos hablado con el padre Horacio y con el padre Sergio. Todos coincidimos en que su trabajo de tantos años ha sido impecable y es por eso que queremos darle un merecido descanso.

-No, pero yo no estoy cansada, no se preocupen por mí- sonrió con torpeza.

-Hija, sabemos que eres una persona muy valiosa en la viña del señor y estamos por ello muy agradecidos. Jesús, María y el Santo Padre también lo están. Sin embargo, creemos que ya has cumplido con creces tu misión en este lugar y queremos darte tiempo para que pases con tu familia.

Hilda estaba desesperada y sentía fuego y veneno en su garganta. Se odiaban con toda su familia, empezando por su marido, con quien no tenía la más mínima intención de pasar más tiempo que el que ya apenas toleraban. Ni siquiera veía a sus nietas. Sólo el perro le demostraba cariño que ella rechazaba siempre. Por supuesto, no podía poner en evidencia todos estos pecados acumulados- Padre… ¿y la Liga? ¿y la parroquia?…

-Ya está todo resuelto hija. Marita se encargará de tus tareas diarias en la parroquia. Y en unos meses se definirá quién ocupe tu lugar en la Liga. Consideramos que has hecho mucho esfuerzo y que es justo. No olvidemos la importancia de la familia en todo nuestro rebaño.

Hilda ya no lo escuchaba. Que la manden a su casa era condenarla a la tortura. Ahora solo le resonaba ese nombre una y otra vez. Marita. Marita era una mujer un poco más joven que el padre Joaquín. Huérfana desde sus primeros días, había pasado su infancia en Los Ángeles Custodios, el hogar que quedaba a unas cuadras de la parroquia. Desde los 12 años había recorrido todos los institutos de menores de la ciudad y sus antecedentes de adicciones y comportamiento ilegal eran de público conocimiento. Tras haber cumplido varias condenas de trabajo comunitario por delitos leves, había quedado embarazada a los 18 y perdido ese embarazo a los 7 meses y medio de gestación. Allí fue que le dio un giro a su vida, yendo a llorar y rezar tardes enteras a la parroquia donde lo conoció a Joaquín. Todo el barrio tenía alguna sospecha lujuriosa al respecto aunque nadie lo decía. El padre Joaquín tenía muchísimo carisma y era muy respetado. Nadie se atrevía a cuestionarlo.

Por su parte, Marita era una mujer muy atractiva. De haber nacido en otra cuna, podría ser una modelo famosa. Su cuerpo era esbelto y sus rasgos elegantes y delicados. Su pelo castaño y ondulado se movía vivaz cada vez que las piernas largas atravesaban la iglesia bajo la mirada de todo el mundo. Hilda siempre le envidiaba el pelo, aunque al instante se recordaba que esas ondas no eran más que llamados del diablo. Marita tenía un pasaje directo a la mazmorra más oscura del infierno, era una pecadora, una prostituta, una vulgar. ¿Cómo podría ser justo ella quien la reemplace?

 

***

Esa noche no pudo dormir. Su marido había cambiado el turno con un compañero y no volvería de trabajar hasta el amanecer. Se sintió aliviada al recibir su mensaje por teléfono y se preparó un té mientras descartaba la cena que estaba por cocinar. Fue a su habitación y bajó de la parte alta del placard una caja de madera tallada. Adentro atesoraba su colección de más de 50 rosarios. Comenzó a sacarlos dejando que las cuentas se deslizaran por las manos, se probaba algunos, extendía otros sobre su cama. Tenía dos de plata, uno bendecido por el Papa Juan Pablo II en su paso por Paraná. Uno de alpaca del Perú. El de carey que le trajo su cuñada cuando fue a Buenos Aires a ver al Padre Ignacio. Uno muy pequeño de oro, que le había regalado su abuela en su primera comunión. Uno de hueso. Uno de pétalos de rosas, traído por su hija de Europa cuando aún estaba en el camino hacia el sagrado hábito. Hilda volvió a oler con nostalgia el aroma de rosas italianas. También había decenas de rosarios de plástico de diferentes colores que le habían regalado durante las tantas procesiones y encuentros eclesiásticos en todos esos años de vida entregada al Señor. En el fondo de la caja encontró el que buscaba. Era un rosario de piola gruesa. En lugar de cuentas, tenía nudos, hechos por un indiecito al que miró con lástima en una calle de Salta. Le había insistido que le compre algo de lo que exponía en una mesita muy humilde a la entrada de la feria de artesanos. Estampitas, botones, canastitas de agujas de esas que siempre se rompen y ungüentos de dudosa efectividad componían su oferta. Hilda miró con asco todo, hasta ver el rosario.

-¿Y esto?- Dijo al levantarlo.

-Es un rosario hecho por mí, mi abuelo me enseñó a hacerlos.

-Esto es de piola…

-Si, yo mismo le hice los nudos, lléveselo, va a ver que nunca jamás se le va a cortar, es de un hilo de llama que hace mi mamá, muy resistente.

Hilda lo miraba con desprecio y hasta con sorna. Qué cosa más espantosa. Lo llevó por mera caridad, no sin antes encomendarle al jovencito que no se vaya a andar gastando la plata en otra cosa que no sea comida.

Ahora lo tenía entre sus manos y recordaba aquel viaje a Salta, en el que quedó embarazada de su primer hijo, durante una borrachera que tuvo su marido con vino patero. No quería pensar en eso. Buscó un pequeño paquete y lo guardó allí.

Era ya el amanecer y los pájaros se alborotaban en el palo borracho de la vecina de al lado. También la odiaba, por las hojas y flores que volaban hacia su vereda y por ser una pecadora de las peores, pañuelo verde en su mochila que le daba escozor cada vez que lo ostentaba al salir a trabajar.

El marido de Hilda llegó a eso de las 6 y media; ella tomaba mates en la cocina.

-Ya estás levantada, vieja chupacirios. No me digas que ya te vas a la Iglesia a esta hora.

-Sí, el padre Joaquín me pidió que vaya temprano, tengo mucho trabajo hoy en la liga- le mintió indiferente.

-El padre Joaquín, el padre Joaquín… Ese atorrante te hace trabajar gratis y a mi no me hacés ni un plato de comida- miraba la heladera y buscaba alguna viandita.

-Ahí hay fiambre, hacete un sánguche, yo me tengo que ir- le contestó en una muestra de irreverencia hacia su esposo que se quedó mirando sin decir nada.

 

***

Hilda pasó de largo la entrada de la Iglesia, faltaba un rato para la primera misa del día, no había nadie a esa hora. -Estos pecadores nos van a llevar a todos al infierno- acusaba a sus vecinos poco fieles.

Se fue a la parte de atrás de la parroquia y cruzó la calle. En una pequeña casita con una sola habitación y un baño en el patio vivía Marita. Hilda golpeó la puerta con su puño firme, decidida. Al rato Marita abrió la puerta, despeinada y solo vestida con una remera larga que usaba de pijama. La vio y abrió sus ojos bien grandes, aunque al instante esbozó una sonrisa fresca.

-¡Hilda! Qué sorpresa, pasá, esperame que me cambio, ay que vergüenza…

-No hay problema, te vine a traer algo.

-¿A mí?

-Sí, el padre Joaquín me lo contó todo.

-¿Todo?- Dijo ahora con cara de preocupación y un brillo fuerte en sus ojos de tigre.

-Sí, sé que me vas a reemplazar en la parroquia así que te quería dar esto- dijo mientras sacaba del bolsillo el pequeño paquetito.

-Ah- suspiró aliviada- ¡Me trajiste un regalo Hilda! ¡Qué bueno, pensé que te ibas a enojar conmigo, mirá que yo no tomé la decisión!

-Por supuesto que no, son los designios del Señor- dijo con ironía y extrajo la punta del rosario del paquete- Tomá…

Marita lo miró. Le pareció rara toda la situación y el rosario en sí. Recordó su pasado callejero y rollinga y los collares de macramé que solía usar y se lo puso igual.

Hilda la miró y le tomó el crucifijo y luego subió la mano un poco más. Apretaba los nudos con sudor en sus manos. Pese a que tenía que estirarse lo más posible para llegar al cuello de Marita, sentía una rabia y una fuerza descomunal que le hervía en la sangre. Tuvo muchísimas ganas de apretarle el cuello con la cuerda tosca y ordinaria que le había vendido aquel indio. Sabía que no se iba a cortar.

-Hilda, ¿estás bien? Te veo nerviosa- Marita se apartó. Hilda soltó el rosario.

-Sí, estoy bien- contestó yéndose- No dejes de rezar nunca. El diablo está siempre al acecho y ya sabemos que hay personas muy débiles frente al pecado.

Se marchó para llegar apurada a la misa de las 7 y media. Las primeras hojas del otoño caían mientras a ella le corría un sudor frío por la cara. Se persignó en la entrada, apenas se mojó la punta de los dedos con agua bendita. Caminó hacia el altar y los primeros rayos de sol entraron por las ventanas de arriba del confesionario. Hilda buscó ojos que le devolvieran la mirada. Solo el Cristo enorme la observaba con su angustia y habitual convalecencia. Se arrodilló para rezar y después de muchísimos años sin poder hacerlo, un suspiro aliviador le desató la garganta. Lloró durante diez Ave María y un Padre Nuestro.

Entre Ríos Diario