ER Diario
10/02/2021

Vaivenes

Presentamos un texto literario sobre las idas y vueltas de la vida.

A continuación un cuento de la pluma del rosarino que eligió Paraná y hoy vive en otra geografía: Julián Vilches.

 

Caminaba con una grandilocuencia que no se condice con ese pequeño cuerpo maltrecho de años de bebidas que sus riñones habrían de haber soportado. A sus 64 años Benicio era un anciano en vasta decadencia emocional, física y económica. Aparentaba poder sobrellevar una vida de grandes lujos, lo había hecho, pero ya esos años no estaban por donde los designios del destino o el azar lo habían hecho rumbear.

Se sentó, miró al cielo, encendió un cigarrillo, fumaba Marlboro Gold. No eran equivalentes su desgraciada actualidad con sus gustos. No era equivalente su desgraciada soledad con su andar. La borrachera lo había puesto en estado de creer que estaba por llevarse el mundo por delante, de arrancar con todo de raíz. -Soy un ganador, siempre lo fui, no puedo perder contra esto, no me va a vencer la desgracia de los pobres, la desgracia de los ingenuos, soy un tipo inteligente-. Benicio no se caracterizaba por su nivel cultural y menos intelectual, había tenido suerte en los negocios y ahora estaba derrumbado. Derrumbado también cayó en un banco del Parque Centenario, rodeado de patos a los que observaba con esa mirada perpetuada en un punto que tienen los alcohólicos cuando ya sus neuronas no hacen la sinapsis necesaria para responder a ciertos estímulos.

Caminaba paseando con su niña de cinco a la vera del lago de aquel parque, tiraban girasol a las cotorras y palomas que revoloteaban a su alrededor en forma de juego.

– Alimentemos a los bichitos papi, le decía la niña.

Se pasearon durante alrededor de media hora. Era un ejecutivo de los que vive en countries, de los que bebe sus copas de vino de malbec californiano porque a pesar de que el argentino es el mejor, según los sommeliers de todo el mundo, siempre había que tener alguna atracción que diera la impresión de ser distinto. Algo que lo diferenciara del resto, que lo hiciera diferente al otro. Sin embargo era una persona humilde, se paseaba con su hija por las calles de la ciudad como uno más. La miró fijo a los ojos, y miró luego los juegos, ella entendió inmediatamente, salió hacia ellos con rapaz velocidad. Él sentado en esos bancos de plaza incómodos de cemento donde no podía apoyar su espalda, acostumbrado a su sillón de Presidente en esas oficinas gigantes donde la idea es persuadir con la impresión de un sujeto que intimida a cualquiera, donde todo parece pequeño al lado de esa butaca y oficina de tamaño extra large. El tiempo pasó, las crisis llegaron.

Los sillones de cemento eran hoy su sommier, el malbec californiano un sueño, un recuerdo, una nostalgia de algo que fue, sus éxitos empresariales eran sólo aquella grandilocuencia al caminar, lo único que había adquirido. Lo demás estaba todo perdido. Ella se había ido a estudiar a Francia y vivía en París con la mamá y la nueva pareja, pero esta vez volvió y pasó, lo miró tirado en aquel  ̈sillón ̈. Las lágrimas no salieron, lo vio y le dijo con el tono ingenuo que tienen las grandes revelaciones, una que para ella era algo cotidiano y para él algo que provenía de una dama que no reconocía: sos un estropajo. Se dio media vuelta y caminando a paso marcado como un soldado que marcha en plena campaña se fue. Él perdido en su mundo de vaivenes de idas y vueltas de la cordura al delirio seguía esperanzado con esa luz que todos dicen que algún día nos llegará, esa luz que cuando estamos en los momentos obscuros dicen que está al final, dicen “siempre esa luz, siempre hay una oportunidad”. Benicio miró hacia arriba y la divisó como una luciérnaga que se apaga en la noche, era su oportunidad. Como el fuego de una antorcha que se extingue, se apagaba para siempre.

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